
Ilustración: Jorge González Camarena
El 18 de febrero de 1519, hace exactamente 500 años, la expedición encabezada por Hernán Cortés de Monroy y Pizarro Altamirano dejó atrás la costa cubana, rumbo al territorio de lo que varios siglos después sería México.
De la epopeya que duró 30 meses, porque Tenochtitlán caería el 13 de agosto de 1521, nacería México. Nuestro país nunca sería conquistado porque no podía conquistarse lo que todavía no existía, porque no puede invadirse el país del que uno con sus propias acciones sería incidental creador y tampoco puede colonizarse al hijo, todavía por procrear, como violento y maravillado padre.
Ese es el ánimo de este proyecto de crónicas y paralelismos para los próximos años: los mexicanos nacimos en cadenas y nos las quitamos, pero nunca hemos sido derrotados y sometidos absolutamente. Somos un pueblo liberado, nunca conquistado; una nación invencible, que nació viendo al futuro, aunque muchos quieran regresar al pasado.
Si hacemos ese sutil ajuste mental seríamos otros: nosotros no caímos cuando cayó Tenochtitlán, ellos eran otros, nuestros padres y madres, pero otros distintos. De la mezcla de esa otredad de bronce y esa otredad de cruz y espada nacimos, sin ser ellos.
Como país hemos sido invadidos, vencidos, mutilados en nuestro territorio, pero al final nunca nos han conquistado. Nacimos siendo colonia, es cierto, pero nunca nos llevaron de la libertad a la esclavitud, no a nosotros, no a los mexicanos. Nacer en la esclavitud y ser convertido en esclavo son dos procesos absolutamente distintos, con traumas incomparables.
No hay pasado arrebatado, porque somos un país que nació viendo al futuro -ya contaremos esa historia- el ánimo de desagravio fue invento posterior. Invento.
Nuestro guía de ruta para fechas y lugares del recorrido territorial y temporal será, en lo posible, Hugh Thomas, ese coloso que -a pesar de estudiar en Cambridge, the other place- nació con el llamado a ser el cronista de una época cuando barquitos de madera recorrían el mundo llevando a bordo humanos de una estirpe de locura: incansables, pero pueriles; excelsos y repugnantes; sensibles y crueles, genios y brutos, conquistadores y esclavos, todo al mismo tiempo; sintetizando a la humanidad en todos sus excesos virtuosos y atroces.
Esa alegoría que hoy cumple 500 años es un gran pretexto para vernos al espejo y repensarnos un poquito. Obvio, en esta colección de textos no daremos el ancho para hacerlo, pero haremos el intento de, por lo menos, provocar.
Ojalá lleguemos a ese agosto de 2021, le pedimos esa bendición a dos extranjeras: a la Virgen de Extremadura, extranjera por territorio, española, y a Tonantzin Coatlicue, extranjera por cosmovisión, no por convenciones en un mapa, mexica, no mexicana.
Muchas cosas han pasado en esos 500 años, pero irónicamente muchas más no han cambiado. Ahí viene Cortés con sus barquitos de madera, tal y como hoy vendría un barco de crucero por el Caribe. Viene a atracar, obvio, a Cozumel, con sus aguas y puertos ideales, su población amigable, hasta cosmopolita hoy y también, para los estándares de la época, hace cinco siglos.
La puerta de entrada sigue siendo exactamente la misma para cientos de miles de foráneos: esa pequeña isla frente a la península de Yucatán, una que está en México, pero que no es el México duro.
En el centro, como hace 500 años, de nuevo hay un Huey Tlatoani que ve todo desde un Tenochtitlán mítico y febrilmente imaginado, uno que se empecina en reconstruir.
Otra vez dos fuerzas quieren conquistar esta tierra. Es de nuevo el México de muchos mundos vs la ciudad y la tribu en el lago.
*Analista y escritor, meridano.
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