Foto: Fabrizio León
Tres días le tomó a Hernán Cortés cruzar ese pedacito de mar entre Cuba y Cozumel. Tres días en una decena de cáscaras de nuez para llegar a tierras ya medianamente conocidas, con víveres, armas y soldados severamente limitados. Su flota llegó en perfecto desorden, separados y desorientados por el mal tiempo.
La expedición que eventualmente derrotaría a los caballeros águila no era una empresa de primera, era la versión económica de una aventura de conquista. De los navíos que Cortés disponía, apenas dos merecían ese nombre; los cañones y piezas de artillería eran tan escasas que muchas tenían nombres propios.
Un Hernán Cortés que desembarcara en este 2019 -por simplona equivalencia- descendería de un crucero pequeño, perteneciente a alguna línea de poco glamour, como pasajero en una cabina de clase económica.
Cozumel irónicamente seguiría siendo eso: un puerto de paso, un no-lugar de llegada; un no-lugar del que muy pocos son y en el que aún menos se quedan por más de un puñado de días. La Isla de Santa Cruz (como los conquistadores la bautizaron) sigue siendo apenas y tan solo un puerto, una terminal remota flotando en el Caribe, una hermosa y paradisiaca estación de autobuses glorificada, que no ofrece grandes oportunidades de vida a sus residentes más allá de servir y mimar a los viajeros de hoy o hace cinco siglos.
Es increíble que la puerta de entrada inicial al mundo de lo que luego sería este virreinato y este país, haya cambiado tan poco. No se ha expandido en su vocación y menos en el aprovechamiento pleno de su localización y regalos naturales, para romper el ciclo de su economía marginal para los que ahí viven. Sus caciques, hoy como hace 500 años, parecieran ser benévolos, pero son caciques al fin y eso escribe la sentencia. La isla -pobre productora de cera y miel en 1519- no ha caminado muy lejos anclada a un Caribe político.
Como pasajero recién llegado, el primer reto de Cortés y su grupo fue hacerse entender, buscar un traductor y, obvio, averiguar dónde estaban los que mandaban y los que importaban. Las respuestas serían las mismas en 1519 ó 2019: más al oeste, primero en Yucatán, para los intérpretes antes y para las empresas ahora; luego más allá, mucho más allá, rumbo al Suroeste, para la fuente del poder, ayer y hoy.
Decimos Suroeste, porque hasta los conquistadores -sin idea alguna del mapa de la tierra incógnita que habrían de conquistar- tenían claro que para ir en busca de el Gran Señor de esos territorios había que navegar, pasado Cabo Catoche, hacia el Sur y hacia donde se pone el Sol.
Había que navegar así -al Sur y rumbo a donde se pone el Sol- porque esa región que arropa a Cozumel, Isla Mujeres y Yucatán no ha sido nunca, en la fidelidad geográfica, parte del Sureste nacional, ni colonial. Nos han querido encajonar en esa categoría, pero el mapa indica otra cosa.
No, ni Cozumel, ni Mérida están en el Sureste, de hecho, son la parte Noreste del país. Mérida y Cozumel, están más al norte que Guadalajara, no se diga de la capital mexica. Hasta Campeche con sus 19°84’ latitud Norte, está más al Norte que la sureña Ciudad de México con 19°49’. Esa clarificación geográfica es esencial cuando los adjetivos de Sur y Sureste han jugado terribles papeles y significados en las etiquetas del desarrollo, el centralismo y hasta el imperialismo.
La idea imaginaria, pero convencionalmente adoptada, de una península de Yucatán en el Sureste mexicano, en ese trópico hermanado con la pobreza y el subdesarrollo, es inmensamente centralista y de élites amarradas a montañas y caminos en la Nueva Tenochtitlán. Sí, para ir por tierra de la Ciudad de México a la Península de Yucatán, se debe pasar primero por el Sureste, pero luego el rumbo es Norte, Norte franco.
Hasta los puntos cardinales de esta tierra en la que Hernán Cortés desciende de su económico crucero, parecen ser transformados y trastornados por la fuerza de gravedad de una ciudad que atrae a los conquistadores y que pesa demasiado en todo y desde hace mucho, raramente para bien.
La ciudad capital que está en el Sur geográfico, por sus pistolas, por que puede, porque le conviene en sus homilías para guiar al país, le llama Sureste a un pedazo de Noreste. Ni Bernal Díaz del Castillo estaría de acuerdo.
*Analista y escritor, meridano.
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