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Un mar de olvido. La pesca submarina de pepino de mar.

Foto del escritor: Ulises CarrilloUlises Carrillo

Actualizado: 15 oct 2020

El infortunio, el aislamiento, el abandono y la pobreza,

son los campos de batalla que generalmente tienen los héroes.

Víctor Hugo.


Borremos de nuestra mente todas las ideas y prejuicios que podamos tener sobre los pescadores de pepino de mar. Todas esas visiones son erradas o incompletas, muy lejanas de una realidad más dura, implacable y conmovedora de lo que podamos imaginar.


No podemos negarlo. La lucha de miles de familias para ganarse el sustento diario, buscando -en el fondo del lecho marino- una especie que vale oro en el mercado asiático, ha sido opacada por las actividades y reportes sobre las mafias de pescadores furtivos, los abusos de acaparadores y empacadores o el legítimo batallar de comunidades, a veces con fuego, balas y muertos, para defender su patrimonio marino.


Todos hablamos del pepino de mar y su problemática con una comodidad burguesa, citadina, juzgadora, insoportablemente burocrática; lo hacemos desde el punto de vista de la seguridad y la gobernabilidad, desde el enfoque de la corrupción, del combate al comercio abusivo y la protección del medio ambiente, pero de los pescadores nadie habla. Nadie.





No hemos hablado, casi nunca, de lo que realmente pasa a 17 millas de la costa, de lo que pasa una vez que hombres y mujeres -sí, también mujeres- se ponen un rústico visor, aletas remendadas y, sin más, saltan al agua cargados de plomos, encomendando su vida a una frágil manguera que los abastece de aire.


Nos hemos olvidado de contar la historia de los pescadores, esos valientes seres humanos que no tiene muchas opciones; yucatecos y mexicanos para los que el pepino de mar es sólo una pesquería más, es otra traicionera oportunidad para ganar un ingreso que los haga sobrevivir la semana y pagar unas cuantas deudas.


De ellos -de los que recogen el pepino de mar con la mano, en medio del agua gélida, a 18 metros de profundidad, en un mar verdoso y turbio- no hablamos jamás, salvo cuando mueren y son nota secundaria en alguna página interior del periódico.


En este reportaje, quisimos saldar esa deuda moral y fuimos con ellos; fuimos a conocer su jornada, su heroicidad y su martirio diario. Nos aleccionó su alegría casi necia, una con la que enfrentan la muerte que los ronda o el accidente que siempre termina por emboscarlos. Estuvimos con ellos y vimos su sonrisa eterna frente al riesgo mortal y el esfuerzo físico casi imposible. Éste es nuestro testimonio y también nuestro homenaje.


Este texto, estas fotos y este reportaje es de ustedes y para ustedes, de las mujeres y los hombres que allá abajo -debajo de casi 20 toneladas de agua- solos, muy solos, se ganan el pan que pondrán en la mesa de sus casas y nada más. Y nada más.






San Felipe a las tres de la tarde

A las tres de la tarde, San Felipe despierta abruptamente de su estado de somnolencia. Gran parte de las lanchas pepineras empiezan a regresar al puerto. La actividad estalla por todos lados. Las embarcaciones atracan una tras otra. Decenas de hombres empiezan a descargar la captura del día. Los que no tuvieron tiempo de destripar su producto en altamar, destripan el pepino a la orilla del muelle. Se llenan los contenedores de plástico, se hace una preselección del producto y todos se reúnen en torno a las básculas, haciendo fila para que su producto sea pesado y cotizado.


El pesaje del pepino de mar, la clasificación del producto y el registro contable sobre cuánto se debe a cada lancha y su tripulación, es tema exclusivo de las mujeres. Ellas con una agilidad que envidiarían los clasificadores de piedras preciosas de Ámsterdam, examinan el pepino de mar, sus condiciones, si está o no destripado. Con un improvisado instrumento de medición, que no es sino dos tablas clavadas perpendicularmente -asemejando un medidor de zapatos- verifican la talla de lo capturado y, obvio, rechazan los pepinos de mar que no tiene el tamaño mínimo.


En unos minutos estas mujeres de San Felipe revisan, clasifican y pesan taras completas. Culminada la operación, otra mujer grita el número o nombre de la lancha y los kilos registrados, si hay alguna inconformidad con el patrón de la embarcación, ahí mismo se resuelve el tema en unos segundos.



Todo se anota en dos modestas libretas ajadas, sucias, húmedas, pero en las que todos confían. La captura de cada lancha se lleva a un contenedor más grande, uno que reboza en hielo y que, cuando se llena, un montacargas mueve hacia el tráiler con equipo de refrigeración que ya espera en la calle principal del malecón.


La operación es de una precisión militar, todo fluye a máxima velocidad, el mercado de pescados de Tokio, el Tsukiji, que tanta cobertura mediática ha recibido en documentales y periódicos, no asombraría mucho a los pescadores de San Felipe.


Hay escenas conmovedoras. Pescadores que pujan porque sea aceptado su pepino de mar y nos referimos a un simple ejemplar, no a una carga completa: lo destripan dos veces para tratar de satisfacer a las exigentes mujeres que revisan la pesca, si un ejemplar está lleno de espuma o baba, se observa a los pescadores lavándolo con frenesí en los muelles y luego salir corriendo a presentarlo de nuevo.


Los niños y adolescentes recogen los pepinos que no alcanzaron la talla y los llevan a su granja pepinera que tienen improvisada en el fondeadero de lanchas. Ahí los niños los cuidan en la esperanza que sobrevivan unos días, crezcan, puedan alcanzar la talla y ser vendidos. Nadie desperdicia o maltrata el preciado producto.


Todos los buzos ayudan con la carga y el destripe de pepino, es su paga. Sin embargo, lo que más llama la atención es ver a muchos de los que bucearon, forrados con sudaderas, trapos, pañuelos, viejas licras o pedazos de neopreno. Todos, aunque no lo confiesen o sepan, tienen algún grado de hipotermia e insolación (un contraste absurdo de condiciones físicas por exposición al agua fría y al Sol). Se encuentran así, como consecuencia lógica de bucear varias jornadas de dos o tres horas seguidas cosechando pepino de mar. Los labios morados abundan. Hay frío entre los que bucearon, aunque los demás sudemos a raudales.



Uno pensaría que la jornada terminó. Nada más lejos de la realidad. Los pescadores devoran lo que pueden en los restaurantes de sus patrones. Un pescado frito, muchas tortillas, bebidas energizantes. Abundan los letreros de SE VENDE POWER (se refieren al Powerade), pero no están errados: el poder siempre está a la venta.


Mientras unos comen otros limpian contendores y empiezan a llenarlos nuevamente de hielo. Nosotros, pobres ingenuos, pensamos que se están preparando para mañana. Estamos errados. Una buena parte de las embarcaciones salen de nuevo a altamar. Aquí nadie para. Llegan temblando y se van temblando, arropados con lo que pueden, se ven cansados, pero para ellos es ahora o nunca.




El equipo que los cuida y los traiciona

Mientras las lanchas descargan, tenemos la oportunidad de revisar a detalle sus equipos de trabajo, es una tarea casi dolorosa por lo que encontramos. El equipo básico de un pescador de pepino de mar, es un compresor de aire colocado en la parte media de la lancha, un pulmón o tanque de reserva que descansa en el casco de la embarcación, una larga manguera y finalmente un regulador o boquilla por el que respira el pescador.



Empecemos por los compresores. Ninguno de los compresores es del todo apto para esta tarea, son simples adaptaciones de compresores para otras labores como pintar, barnizar, inflar llantas o refrigerar. Todos tienen dos problemas principales, ambos contaminan su flujo de aire con aceite y agua, que se acumulan en el tanque de reserva y acaba en los pulmones de los buzos.


El problema es tan serio que quienes dan mantenimiento a los reguladores por los que respiran los buzos pepineros, tienen que usar cepillos y detergentes especiales para retirar la grasa. Sin embargo, el aceite acumulado en los pulmones de los hombres y mujeres que los usan, ése nadie puede quitarlo, ése ahí se queda, envenenándolos, poco a poco, o poniendo a prueba su voluntad de acero para trabajar.



Lo más grave es que, en casi todos los casos, el respiradero del compresor no tiene un snorkel o conducto aislado, uno que separe su flujo de aire del humo del motor, por lo que en más de una ocasión se inyecta monóxido de carbono a la reserva de aire, con la toxicidad que esto ocasiona: buzos que se quedan dormidos o se desmayan allá abajo y se ahogan sin mayor explicación o contemplación.

Luego tenemos el filtro que conecta al compresor con el tanque de reserva de aire. Ahí el filtro más usado son las toallas femeninas compactadas dentro de un tubo galvanizado que “cambian cada dos días”. Admiramos su ingenio y bravura, pero no por ello dejan de jugársela.


El ingenioso filtro de toallas femeninas, filtra el aire que llega al tanque de reserva (también llamado “pulmón” pues ahí se almacena el aire presurizado que llega al buzo); y este denominado “pulmón” es un verdadero monumento al ingenio mexicano para reciclar lo que en el primer mundo sería una pieza desechable. El tanque de reserva de aire siempre -sí, siempre- es un barril de cerveza, uno de esos de acero inoxidable.



Barriles que lucen la marca de las principales cervecerías, abundan los logos de la Cervecería Modelo por aquí y los de Cuauhtémoc-Moctezuma por allá. Sólo una foto puede hacer justicia a lo que queremos describir. Tubos galvanizados, válvulas y llaves que lo mismo podrían servir en una instalación de riego de un jardín o en la tubería de agua de una casa, son lo que se convierte en el equipo vital de estos héroes del mar, casi unos kamikazes de la pesca.


El estándar internacional de acero inoxidable y sellado perfecto para todo equipo de buceo, es un sueño casi insultante frente a las precarias maravillas que estos hombres construyen para trabajar. Se hace lo que se puede con lo que se tiene, así cueste salud y vidas.


Al final encontramos la manguera por la que el buzo respirará bajo el agua, 100 metros de manguera de gas, sí simple manguera de gas, de la que se usa en instalaciones de gas doméstico. Muchas veces una manguera quemada, reseca, que suelta residuos, que se puede trozar y romper si se enreda con la propela de la embarcación.


Al final de la manguera de gas, sujetado con ligas, hules, cintas, alambre o lo que se pueda, encontramos el regulador o boquilla por la que el buzo obtendrá el aire para seguir con vida. A todos los riesgos ya citados, hay que sumar uno más: la presión ideal que uno debe encontrar en un regulador, para que sea fácil respirar, son 150 libras por pulgada cuadrada (psi). Sin embargo, en la mayoría de los casos los pepineros reciben su airea -al final de cien metros de manguera y con compresores imperfectos- con presiones de entre 100 y 110 libras efectivas. Lo anterior quiere decir que tienen que -literalmente- jalar con toda la fuerza de sus pulmones y pecho el aire vital que necesitan.


La valentía de los buzos y la precariedad de sus equipos es ya preocupante, y ni siquiera hemos saltado al agua.


El muelle y el camino

Despertamos a las 4 de la mañana para preparar el equipo de buceo y fotografía, el tiempo corre. A las 5.50 am, ante un amanecer espectacular y condiciones de mar ideales, estamos ya en el muelle listos para embarcarnos. Ahí nos espera don Jorge Enrique Marrufo Magaña.



Don Quique, como todos le dicen, es un viejo lobo de mar, él mismo ha sufrido severas descompresiones y sobrevivido a accidentes que debieron haber sido mortales. Don Quique será nuestro capitán esta mañana, esto para poder acercarnos a los pescadores (los conoce a todos) y tener la posibilidad de trabajar a su lado. Tener alguien que genere confianza es vital, los pescadores y todos se ponen tensos cuando uno saca la cámara fotográfica o empieza a hacer preguntas. La mula no era arisca, la hicieron, y San Felipe es una comunidad a la defensiva frente a las autoridades, los comerciantes, los reporteros y los fuereños.


A las 6.20 am emprendemos el camino, nos esperan 17 millas de recorrido con un solo motor de 60 caballos de fuerza.


A los 53 minutos de travesía alcanzamos a la primera lancha pepinera. “Esos chavos son de lo mejor que hay en San Felipe, capturan hasta 300 kilos en una salida” dice Don Quique. Nos acercamos a su embarcación y nos invitan a bucear con ellos. Preguntamos a qué profundidad trabajarán ese día. Nos contestan que a 14 brazas. Es una profundidad impracticable, son 28 metros (84 pies), está muy cerca del límite de seguridad del buceo avanzado (ya no digamos del buceo convencional) y claramente dentro del área de alto riesgo de descompresión. Agradecemos la invitación, nos despedimos y seguimos avanzando hacia donde está concentrada la flota de pesca. Llegar ahí nos tomará 90 minutos más.



Al llegar a la zona donde se concentra la flota, se nos cae otro mito más sobre la pesca de pepino de mar. La “concentración” de lanchas es una metáfora, en realidad cada embarcación está en un promedio de media milla de distancia de su vecina más cercana. Se ven pequeños puntos blancos en el horizonte, pero cada lancha está sola, cada tripulación de 3 ó 4 pescadores está básicamente por su cuenta. No hay seguridad surgida de la cercanía, porque esa cercanía no existe en términos prácticos.

El incierto viaje al fondo

Nos acercamos a una embarcación que Don Quique conoce, los buzos ya están trabajando. Preguntamos a qué profundidad están pescando, nos responden que entre 8 y 10 brazas, y que el buzo apenas lleva 15 minutos bajo el agua, por lo que le espera una hora y media más bajo la superficie. Preparamos todo el equipo y nos alistamos para alcanzar al buzo. Nuestro plan de acercamiento resultará del todo erróneo, pero será muy aleccionador sobre lo duro del trabajo del buzo que captura el pepino de mar.


Decidimos que, para acercarnos al buzo, lo mejor es seguir su manguera de aire desde la lancha, ya que es visible y conecta con quien trabaja bajo el agua. Nos dicen que las condiciones climáticas son perfectas. No hay viento, ni oleaje y la visibilidad en el agua es básicamente la mejor de la temporada. Empezamos a sumergirnos, es cierto, la visibilidad es buena, pero no supera los 6 metros de claridad, a los 10 metros uno sólo ve sombras, más allá no se ve nada.



Descendemos 3, 5, 10 metros siguiendo siempre la manguera de aire, y el buzo no es visible. A los 30 pies llegamos a una muy severa termoclina, la visibilidad se reduce a unos 6 ó 7 metros y la temperatura del agua se desploma. Las computadoras de buceo indican 71 oF (apenas 21 oC), la temperatura a la que técnicamente empieza el riesgo de hipotermia para quien no lleva la protección adecuada.


Llegamos ya a los 16 metros de profundidad (el equivalente a poco más de un edificio de 5 pisos). Estamos a 50 pies bajo el agua, han transcurrido largos minutos y seguimos sin ver al pescador de pepino. Es obvio que él está avanzando también y mucho más rápido que nosotros. Finalmente, después de aletear lo más que podemos -y con nosotros va Aarón Díaz, uno de los mejores instructores de buceo de la Península- el pescador aparece en el fondo de nuestro campo de visión. Nos acercamos un poco más y le hacemos señas para que detenga su ritmo. Cortésmente se detiene unos segundos.



Es increíble lo que él está haciendo en términos de velocidad de nado, sin ninguna protección térmica, apenas una playera, calzonera, aletas de diseño obsoleto y jalando el peso de una bolsa con varios pepinos de mar. Es obvia su superioridad atlética.


Él continúa avanzando lentamente por unos segundos más y aprovecha para enviar su primera carga de pepino a la superficie. Una vez que deja su carga y desde la lancha le envían una nueva bolsa, reinicia su ritmo frenético de búsqueda y recolección de pepino de mar. Nos es imposible mantenerle el paso. Poco a poco nos va dejando atrás, hasta que lo perdemos totalmente de vista. De nada sirve nuestro equipo, computadoras, tanque independiente, visores con mejor diseño y demás aditamentos. Fermín Chan, como después sabríamos se llama este primer buzo, hace cosas inimaginables en un agua que a cada minuto reduce su visibilidad y se sigue enfriando.

Aquí es necesario desbancar otra idea preconcebida sobre los pescadores de pepino de mar. Ellos no trabajan en grupo, incluso cuando hay dos buzos por lancha, cada uno recorre distintas direcciones y maximizan su distancia respecto al otro. Cada buzo está verdaderamente solo, si ocurre algo, no tiene quien le ayude, lo rescate, pida auxilio o -en el peor de los casos- narre que fue lo que ocurrió.


Una de las primeras indicaciones para todo buzo es nunca bucear solo; los pescadores de pepino de mar únicamente están solos, de hecho, están aislados: se encuentra a 100 metros de su lancha, conectados sólo por una manguera muy frágil, probablemente a 200 metros de distancia de su compañero bajo la superficie y casi a media milla de otra embarcación. Los riegos son enormes y ellos los enfrentan con optimismo.


También es necesario dejar de pensar que la pesca de pepino de mar es una actividad estática o lenta, que se limita a ubicar un banco de pepino y cosecharlo. Por el contrario, es una recolección a altísima velocidad. Un pepino de mar, en promedio, se encuentra a 10 ó 15 metros del espécimen más cercano, y el buzo debe nadar a toda velocidad cubriendo esas distancias entre los pepinos, buscándolos con luz baja, corrientes submarinas y pequeñas “aguas malas” que, con un traje de neopreno, no se sienten pinchando más que en algunas áreas del rostro, pero los pescadores deben sentirlas en todo el cuerpo, y -aun así- siguen.

Para ponerlo en términos simples, si la pesca es abundante y se tiene suerte, para recoger 10 pepinos hay que nadar por lo menos 150 metros; para recolectar 50 especímenes, cerca de 750 metros de nado son requeridos, “si te va bien”, nos dice Fermín. A veces -muchas- se nada en balde y se cosecha muy poco. Todo eso ocurre a 50 pies de profundidad, con visibilidad limitada y con agua en el límite de la hipotermia. Hay que quitarse el sombrero ante los pepineros.


Después de apenas 25 minutos, el tanque que debería durarnos por lo menos 45 minutos a esa profundidad, está vacío. Kay Vilchis, la fotógrafa submarina que nos acompaña, después de nadar a toda velocidad con la pesada y voluminosa cámara, tiene apenas 300 libras de reserva en su tanque de buceo (el mínimo de seguridad es 500), quien escribe tiene 530 y sólo Aarón Díaz tiene una holgada reserva. Debemos emerger y lo hacemos alejándonos de las embarcaciones por seguridad, haciendo las respectivas paradas para evitar caer en descompresión, siguiendo todos los procedimientos indicados.



Para nuestra sorpresa, cuando salimos a superficie, el buzo al que seguíamos ya ha salido del agua, subido a su embarcación y su lancha se ha ido a buscar una nueva zona de pesca. Es obvio que Fermín y sus compañeros no tomaron ninguna medida mínima para emerger, el ritmo de su trabajo y la necesidad de cosechar lo más que puedan, no lo permiten.


Tristemente, cuando en la tarde y ya en San Felipe, volvemos a encontrar a Fermín, nos enteramos que capturaron menos de 15 kilos de pepino de mar en esa jornada maratónica y de alto riesgo. Ellos no sacaron suficiente pepino ni para recuperar lo invertido en gasolina. Mucho riesgo y ni una sola recompensa.


Mientras hacemos el reglamentario tiempo en superficie, por lo menos una hora después de un buceo regular, razonamos que los riegos que enfrentan los pescadores de pepino de mar no son sólo los de su rudimentario equipo técnico o la obvia descompresión por pasar horas a más de 50 pies de profundidad. No habíamos tomado en cuenta el ritmo al que deben nadar y la temperatura del agua en la parte más cercana al fondo: hay un riesgo de hipotermia y la hipotermia es un factor de riesgo para la descompresión. Lo que estos hombres y mujeres realizan, raya en los límites de lo que el cuerpo humano puede soportar.




Nos acercamos de nuevo a una embarcación. Esta vez el buzo aún no ha descendido, se llama José Ángel Chan Trejo. Le pedimos que antes que él inicie su inmersión nos permita tener unos minutos de ventaja. Ya aprendimos la lección que Fermín nos dio.


En lo que cambiamos tanques y preparamos de nuevo todo el equipo, podemos documentar mejor los implementos con los que José Ángel se lanza a trabajar. No tiene ninguna protección térmica, solo unos shorts de algodón negros, del todo inapropiados para la tarea y un muy básico cinturón de plomos para hundirse y controlar su flotabilidad. El visor es también viejo y de campo de visión limitada, pero lo que más nos llama atención es el deterioro general de sus aletas, una pieza de equipo esencial para su movilidad y trabajo.



En varias partes, las aletas de José Ángel tienen remiendos con hilo de pescar, además de abundantes reparaciones con cinta adhesiva. Además, sus aletas son de buzo, y por tanto requieren ser usadas con botas, pero él apenas la usa con unas viejas calcetas. Su equipo es básicamente inexistente y el poco que posee está en condiciones absolutamente deplorables.


José Ángel se lanza al agua, se sumerge con enorme agilidad, esta vez el agua está fría incluso en la superficie. En el fondo, a 50 pies de profundidad, las computadoras de buceo indican una temperatura de 67 oF ó 19 oC. Ahora sí estamos en territorio de hipotermia, pues no es recomendable pasar más de cuatro horas totales en este ambiente.



La visibilidad es más reducida, la oscuridad es mayor. José Ángel realiza diligentemente su tarea. El pepino de mar es escaso, pero él se las ingenia para detectarlo a veces escondido entre algas o en las pequeñas laderas del fondo submarino. De nuevo realiza su tarea solo, con la manguera de gas doméstico que lo surte de aire asegurada a la pierna y la cintura. No lleva ningún tanque auxiliar para una emergencia, si algo le pasa está sólo y a esta profundidad no puede salir de golpe.


Lo acompañamos en su tarea por cerca de 35 minutos, luego él asciende y nos deja atrás. Nuestras paradas de seguridad y el seguimiento del protocoló de ascenso nos hacen parecer ridículos frente a la agilidad de los pescadores. Cuando salimos a superficie José Ángel ya lleva varios minutos esperándonos. Se le ve bien, sonriente, con una sonrisa que no lo abandona en ningún momento. Es un hombre fuerte, viril, confiado en lo que hace, sin duda ha padecido muchas hipotermias y descompresiones, pero él tiene que ganarse la vida.



Dejamos a José Ángel y su tripulación para que continúen su labor, nosotros estamos agotados, asustados por lo que acabamos de presenciar. Son apenas las 12 del día y no podemos más, ellos -en cambio- están empezando su jornada y estamos a mitad de la temporada. El trabajo que hacen es titánico, pero es obvio que lo hacen en condiciones precarias porque como sociedad los hemos olvidado y condenado a su suerte, con pocos apoyos, menos normatividad y cero capacitaciones.


Los pescadores de pepino de mar se están jugando el alma cada día. Aquí la descompresión es una forma de vida, como lo demuestra el joven que hemos visto entrar el día anterior a la cámara hiperbárica de Río Lagartos. Sufrió una descomprensión, pero no buscó asistencia médica hasta después de haber entregado y registrado su pesca. La descompresión no lo asusta ni lo saca de su rutina de vida, nos dice -de forma casi casual- que ésta es la descomprensión número 18 que sufre. Como él hay cientos más, que están consumiendo su cuerpo con cada aletazo, enfrentando riesgos médicos y de bienestar del todo evitables.



Cerca de la 1.30 pm regresamos a San Felipe, en el camino nos encontramos un buzo, ya de edad madura, uno que trabaja a pulmón, a profundidades de 2 brazas. Nos cuenta que ha capturado 10 kilos. Se ve agotado, pero feliz. La felicidad aquí es crónica.


Llegamos al puerto. Tal vez porque nos vemos molidos, tal vez porque sienten que ahora entendemos mejor su trabajo, esta vez nos ven con menos recelo. Don Quique nos sonríe más que en la mañana, sentimos que ya pasamos la prueba para merecer su amistad.


Es obvio que podemos escribir reportajes, tomar fotos, operar equipo sofisticado, pero en su mundo, en el mundo del pepino de mar, no damos el ancho. Con humildad saludamos sus proezas, y nos apenamos por no poder evitarlas, porque son proezas que ningún yucateco y ningún mexicano debería hacer para ganarse una vida digna y tener una esperanza para el futuro.


La deuda social

Sin duda los yucatecos, los ciudadanos de la Península y los mexicanos, tenemos una enorme deuda con los pescadores de pepino de mar. Los hemos dejado a su suerte. Sin regulación de sus equipos, de sus jornadas de trabajado y, lo peor, sin preparación mínima para la tarea.



Basta decir que cada año, en promedio, mueren más pescadores capturando pepino de mar en Yucatán, que pescadores capturando cangrejo en Alaska. Mientras nuestros pescadores son ignorados y utilizan equipos raquíticos; los otros utilizan equipos de seguridad y trabajo que valen millones de dólares y reciben cobertura en interminables programas de televisión. Yucatán tiene pues, la deshonrosa y verdadera Pesca Mortal en sus costas.


Así, haríamos un flaco favor a la comunidad de San Felipe narrando lo que vimos, sin preguntarles por las soluciones. Nosotros renunciamos a proponer respuestas, porque es obvio que muy pocos expertos -ya no digamos burócratas- conocen las realidades de este mundo.


Su petición es, por encima de cualquier cosa, acabar con los pescadores furtivos. Todos nos dicen que los pescadores furtivos les “tumban” el precio de su pesca, pues los pescadores furtivos venden su producto a precios muy inferiores y saquean lo que ellos cuidan como comunidad.


Sin embargo, nos cuentan cómo han disuadido a muchos pescadores furtivos sólo teniendo presencia permanente en las pesquerías. Lanchas modernas, combustible, unos cuantos guardias comunitarios, “algo debe poder hacerse”, nos dicen; algo debe poder convenirse entre el estado y la Federación.


Su segunda petición es un sentido más humano para la temporada de pesca. Quince días continuos es inhumano con los buzos, es una amenaza a su salud y sus vidas (“una estupidez”, dicen en voz baja). Algunos proponen que la temporada se rompa en dos semanas de pesca separadas por una semana intermedia de descanso, una que permita a los buzos reponerse y desintoxicarse del nitrógeno que se acumula en sus cuerpos con cada inmersión. Otros más proponen una temporada de pesca que dure un mes entero, pero con un día abierto a la pesca, seguido de un día de descanso, para que los buzos puedan seguir mejores procedimientos de seguridad y prevenir descompresiones.



La tercera petición es capacitación y entrenamiento, quieren aprender, les urge conocer mejor los riesgos que implica bucear y cómo evitarlos o manejarlos. Porque ellos se sumergen no sólo por pepino de mar, sino también por langosta y otras pesquerías. El pepino es la pesquería más exigente, pero no la única con riesgos. Piden ayuda a la Secretaría de Educación del Estado con cursos, con certificación de habilidades, con entrenamiento. Eso les “urge mucho”, nos repiten continuamente.


Finalmente -sí, es lo que ponen al último estos generosos hombres y mujeres- piden apoyo con equipamiento. No piden que se les regale nada. Están dispuestos a aportar, a poner su parte y su dinero. Hablan de traer compresores que sí estén diseñados para la pesca submarina (que existen en Italia y Japón), nos dicen que quizá puedan adquirirlos a través de programas peso-a-peso que saben existen para el campo yucateco.


Piden apoyo para adquirir pequeños tanques auxiliares que los buzos puedan llevar consigo, atados a una pierna, por si falla el compresor o se rompe la manguera. Decenas de pescadores deben su vida a los tanques auxiliares, pero cientos no los tienen.


No podemos quedarnos de manos cruzadas. Debemos ayudarlos. Es tiempo de normar el equipamiento mínimo con el que los pescadores deben salir a trabajar, la capacitación y la acreditación de habilidades mínimas que deben tener para permitirles subirse a una lancha. Muchos están de acuerdo, pues saben que eso protegerá sus vidas, sus empleos, las pesquerías y pondrá orden. Son muy consciente de su problemática.


Sin embargo, hay una petición que subyace, una petición que no se dice sino en corto, que es casi subliminal, pero muy sentida: quieren que se regrese la buena reputación a su trabajo. Somos pescadores, no criminales. Somos padres y madres de familia que quieren prosperar y tener bienestar. No somos culpables de lo que pasa en las lanchas piratas o en las rutas de trasiego; son las frases que escuchamos. Los primeros interesados en acabar con las áreas grises y negras de la economía del pepino son ellos.


“No se olviden de nosotros, ayúdenos a contar nuestra historia”, nos piden. Este es nuestro testimonio y no es nada comparado con su sacrificio y esfuerzo diario. Nada.


Agradecimientos

Nuestro agradecimiento es para la comunidad de San Felipe, para todos los que nos dejaron abordar sus lanchas y registrar fotográficamente sus actividades. Obvio, agradecemos a los hombres y mujeres que nos recibieron en sus casas y compartieron con nosotros tortillas, tostadas, pescado y cerveza en los dos días que visitamos su puerto.


Finalmente, gracias a Kay Vilchis, fotógrafa; Aarón Díaz, instructor de buceo y responsable de la seguridad del equipo de trabajo en cada inmersión y, claro, al incansable César que dio soporte logístico a todos. Gracias, también, a Jacinto Tabacón por sus consejos editoriales. Estamos en deuda.

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2件のコメント


marckankun51
marckankun51
2021年9月24日

Que excelente reportaje¡¡ No se si es asi, pero debe ser publicado en mas medios impresos y digitales para dar a conocer la verdadera realidad de la pesca del pepino de mar y otras especies. Mi felicitación para ustedes y mi admiración para esos hombres de mar.

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dardanelos
2020年1月10日

Dura realidad y hace falta comentar lo descrito y por lo menos, intentar a repensar ese México Profundo de inmersiones ignoradas pero activas en sus desafios de vida.

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