Cuando un programa de gobierno fracasa, hay un enorme precio que pagar, pero el trago y las notas periodísticas amargas pasan. Sin embargo, cuando un programa funciona, las exigencias son mayores, pues se debe analizar su permanencia, mejoramiento y expansión; sólo así se demuestra que la iniciativa fue un acierto razonado y no una simple ocurrencia afortunada.
La política social en los estados de nuestro país es primitiva, por decirlo de forma amable. Consiste casi siempre en la entrega de algo, desde despensas hasta gallinas. Todo gira en torno a un viciado ciclo de asistencialismo que rara vez reconoce la dignidad de las personas.
El Seguro de Desempleo de Yucatán reconoce que quien lo recibe tiene derecho al apoyo porque es un ciudadano productivo, no porque sea un acto de caridad o un gracioso regalo. Quien solicita el apoyo por el desempleo es alguien que hasta la aparición de una circunstancia absolutamente fuera de su control (la pandemia) no necesitaba de nadie para construir -así fuera muy modestamente- su rumbo en la vida. De hecho, registrarse implica tragarse un poco de orgullo.
EnLa Jornada Mayahemos sido testigos de los mensajes ciudadanos ante la posibilidad de acceder a algo que -en principio- no quisieran pedir, pero la contingencia los ha obligado a solicitar. No piden en la postración o la sumisión: solicitan como ciudadanos que aportan y merecen la protección de las instituciones públicas.
Ahí está el correo electrónico de quien laboraba en Cancún, se ha quedado sin empleo y, después de aguantar un rato, necesita apoyo, pues tiene una hija que mantener. No extiende la mano para ver qué le dan, él sabe trabajar, pero en este momento el trabajo se agotó.
Hay un digno -esa es la palabra exacta- mototaxista que se autodefine como servidor público (y tiene razón, él presta un servicio público) que se ha visto afectado por la contingencia y nos dice que es padre de familia y espera ser incluido en el apoyo -dice apoyo, no ayuda- y eso hace gran diferencia semántica y sicológica.
Nos escribe también una mujer que se autodefine, con un orgullo implícito en su redacción, como tianguista y que desde el 13 de marzo no ha podido trabajar. Ella se inscribió en el programa de desempleo, estaba en la lista inicial de beneficiarios y ya no sabe cuál es su estatus final. Se disculpa por la molestia.
Debemos comunicar, también el caso del albañil que no pudo “entrar” a registrarse, que lleva un mes sin trabajo y no tiene como “solventar” a su familia. De nuevo, no nos cuenta su tragedia, nos cuenta que puede y quiere trabajar, pero por el momento las puertas no se abren.
En cada mensaje que hemos recibido, en cada consulta que llegado a nuestro sitio, la constante es una: gente cuya primera preferencia no es pedir apoyo, que no le gusta depender de nadie, que se esfuerza, pero que ha sido rebasada por las circunstancias.
Uno recuerda los testimonios de Europa y Estados Unidos en la “Gran Depresión”, cuando los duros trabajadores se apenaban por ir a las ventanillas a recibir sus apoyos de desempleo, pues sentían que ellos no necesitaban de la ayuda de nadie, pero esa vez no tenían otra opción y con sentimientos encontrados aceptaban los recursos a los que tenían derecho.
Hasta el momento los mensajes no son de queja ni de crítica; son peticiones para ser incluidos y tomados en cuenta, para que la red sea más amplia y los proteja también a ellos. En ese marco, uno no puede dejar de preguntarse -si la contingencia se prolonga- cómo llegar más lejos en el programa. Es más, cuando todo haya pasado, tal vez sería un acto de justicia que el Seguro de Desempleo sea un derecho permanente del mercado laboral y la economía en Yucatán. Tendríamos, por fin, una política social moderna, una para ciudadanos, no para vasallos.
*El papel arde a los 233 grados centígrados, tal como lo hace en la inmortal novela de Ray Bradbury, Fahrenheit 451.
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