Quizá Maradona no fue el mejor jugador de la historia, pero sí el más grande
Se nos fue el más grande, tal vez no el mejor, pero no hay grandeza sin triunfo, tragedia y redención. Esas tres cosas le sobraron a Diego Armando Maradona Franco, ese espejo perfecto de la epopeya y el desastre latinoamericano. Un personaje que pudo haber salido de la pluma de ficción de Borges, del costumbrismo de Rulfo, de la magia decadente de García Márquez.
Hubo muchos Diegos, pero yo me quedo con aquel extraterrestre del partido del 22 de junio de 1986. La guerra de Las Malvinas reeditada sobre un mar de pasto. Ese partido de cuartos de final fue El David, La Mona Lisa, Los Girasoles, el Full Fathom Five y El Circo del ariete argentino. Miguel Ángel, Da Vinci, Van Gogh, Pollock y Calder le hubieran cambiado sus obras maestras, con ganancia, por sus goles de ese día en el Estadio Azteca.
Pocos lo han reflexionado, pero en ese partido de cuartos de final las dos escuadras salieron pensando en la mar-océano. Inglaterra de blanco y azul celeste, como invocando la nubes y la costa, dejando muy claro que Albión “rules the waves”. Argentina de azul profundo, recordando la batalla en altamar, tal vez pensando en el malogrado crucero ligero Belgrano hundido por dos torpedos británicos y sepultando cientos de marinos en el frio mar atlántico.
Maradona abrió hostilidades con un acto de piratería. Sí, el argentino de apenas 1.65 metros de estatura les robó a los compatriotas del pirata Francis Drake un gol con la mano. Un acto de piratas contra una nación de piratas. Así, al abordaje, sin pedir ni dar perdón, con cuchillo en los dientes, con parche en el ojo, con pata de palo. “La Mano de Dios”, la picardía latina que nos redime y condena. Ese era Diego, el que no reparaba en el camino para construir su vida futbolística, sin miedo al vituperio, sin miedo a nada cuando se ha nacido en Villa Fiorito y desde los 15 años eres quien mantiene a tu familia.
El pirata del minuto 51 se vistió de virtuoso, de sumo sacerdote del futbol, al minuto 55. El mejor gol de la historia de los mundiales. Diez segundos para arrancar atrás de la media cancha y escabullir como feroz barco de guerra a media escuadra británica. Dejando atrás a Terry Fenwick, Peter Beardsley, Peter Reid, Terry Butcher y al portero legendario Peter Shilton. Cuando su segundo torpedo entró en las redes, Maradona se debió haber sentido como Horatio Nelson rompiendo las líneas francesas en la batalla de Trafalgar. La alegoría no es hueca, Nelson tenía una Royal Navy inferior a la escuadra francesa en cantidad y calidad, pero él sabía lo que hacía. En ese 1986 Inglaterra lucía formidable en el papel, pero Argentina tenía al capitán soñado.
Esa es la inmortalidad de Maradona, su liderazgo en la cancha. Lo mismo con el Nápoles que con una disparatada Argentina, sabía trabajar con lo que había y tomar a una selección, un entrenador de zapatos rojos, un país y un continente en crisis, echárselos al hombro y salir a ganar.
Maradona demostró con diferentes escuadras, siempre en desventaja, siempre cuestionadas, que es más peligroso un ejército de corderos liderado por un león, que un ejército de leones encabezado por un cordero. Ojalá el Lionel lo supiera. La melena de Maradona siempre estuvo ahí, desde el origen El Pelusa.
Sí, su vida privada fue más un desastre que un paseo, ejemplo moral de nadie, así fuera inspiración espiritual en la cancha. Sin embargo, son muchos de los genios que siguieron esa ruta. Van Gogh había muerto a los 37, Marilyn Monroe a los 36, Mozart a los 35 y Guty Cárdenas a los 26. Así que no hay razón para que Maradona no consumiera su vela deportiva excelsa en la vorágine. Extraña que haya llegado a los 60, cuando su genialidad alcanzó su pico a los 26.
Sin duda, el debate sobre jugadores con mejores cualidades técnicas nunca tendrá fin; quizá no fue el mejor, pero sí el más grande. Nunca fue un pecho frío que sin una escuadra impresionante que lo arropara no podía ganar nada; todo lo contrario, fue un pecho caliente, casi pecho ardiente, que triunfaba con equipos que todos etiquetaban para el olvido.
Sus triunfos y tragedias merecen que le perdonemos sus pecados. Él debe estar ahora regresando feliz a su planeta, porque de este mundo estamos seguros que no era. En sus propias palabras, el nació “en un barrio privado… privado de luz de agua, de teléfono”; sabía lo qué quería y estaba dispuesto a “ir de arquero con tal de estar en la cancha”. El gol era su razón de ser, “llegar al área y no poder patear al arco es como bailar con tu hermana”, sentenció. Eso sí, jamás fue un engreído, lo tenía bien claro “Dios es Dios y yo soy Diego”.
Admirado barrilete cósmico, cómo te bautizó Víctor Hugo Morales para hacerte justicia después del insulto de Menotti, a donde vayas, te deseamos que estés en el área chica.
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