Chichén Viejo o el futuro difícil
- Ulises Carrillo
- 18 may 2020
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 15 oct 2020


Traspasar el umbral del arco en silencio, con los sutiles sonidos de la naturaleza que sólo hacen más patente la presencia del hombre y la ausencia de las multitudes, te deja listo para contemplar el espacio donde está la edificación más antigua de Chichén Itzá, construida hace más de mil 400 años.
Tortugas que nos llevan de pasajeros
El área es monumental y, al mismo tiempo, íntima por los árboles que dan sombra a todo. Es difícil escoger qué maravilla admirar primero. Lo primero es un réptil. La enorme plataforma circular que representa el caparazón de una tortuga, con escalinatas que simulan sus patas y la delicada cabeza del quelonio coronándolo todo, no nos deja olvidar que al final la Madre Tierra es un ser vivo y nosotros simples habitantes temporales sobre su caparazón, entre el agua y el cielo, invitados efímeros, no dueños y menos amos destructores.

A la izquierda del Templo de la Serie Inicial está la Columnata del Yugo, entre flores y árboles que invitan a sentarte y respirar para llenarte de la historia humana, no de las energías o vibras que puso de moda el New Age de Raúl Velasco, el de Siempre en Domingo, y su espiritualidad desde Miami. Respirar y llenarse de esos logros concretos, reales, llenos de conflictos, fracasos y avances que nos hicieron verdaderamente humanos. De verdad, vestirse de blanco y alzar las manos al cielo aquí no es necesario.

Palacios en pie
Todo en este espacio es milagroso en su nivel de preservación e integración con la naturaleza; sin embargo, los grandes tesoros siguen esperando para ser vistos unos pasos más adentro de las entrañas de Chichén Viejo. Juntos, uno al lado del otro, integrados en un gran monumento, están el Palacio de los Falos, la Casa de los Caracoles y la Casa de las Columnas Atlantes.
No hay palabras para describir este complejo. El Palacio está en pie -sí, en pie-, uno puede visitar cuartos completamente techados, pasillos cubiertos que se interconectan, patios interiores, escalinatas que llevan a un segundo piso. No hay que imaginarse cómo habría lucido un complejo habitacional y administrativo en el esplendor maya; aquí uno puede verlo, recorrerlo, sentirlo. No hay nada comparable.
Se puede entrar a habitaciones que, siglos después de su abandono, siguen frescas, cómodas, estéticas. Las áreas de descanso -camas dice uno con ignorancia- están ahí, algunas con bases delicadamente labradas. Uno siente que visita un palacio romano, una casa en Pompeya en la que el tiempo quedó congelado no por lava, sino por selva. El paso de los habitantes de hace milenios sigue impreso en el aire, como si ayer hubieran estado aquí. Ese es el estado maravilloso en el que todo se encuentra.


Más allá está el Altar Central y el Templo de los Búhos. Los tesoros siguen y siguen. Describirlos sería imposible. Los sentidos se saturan y el ánimo se vuelve febril. Uno no sabe en qué concentrarse: en lo realizado por el hombre, lo hecho por la naturaleza o en lo que los dos han construido en un abrazo de raíces y piedras fundiéndose.
Chichén Viejo se siente vivo, urbano, un espacio majestuoso hecho por y para el hombre. El otro Chichén, el que está abierto al público, se desdibuja al darnos cuenta lo que pudo haber sido y ya no fue. La culpa es nuestra: la sobreexplotación, el abaratar nuestro patrimonio cultural, el ánimo de devorar lo que sea para solucionar el hambre del día o llenar el bolsillo de los oportunistas de siempre.
El futuro difícil
La pregunta positiva es del tamaño de un elefante: ¿Por qué el otro Chichén no puede ser así? La pregunta horrorosa es del tamaño de una serpiente emplumada: ¿Este Chichén Viejo va a seguir el camino y tortura del otro? ¿Lo vamos a hacer pedazos por los números de taquilla, como si fuera una película que debe recaudar un presupuesto determinado? Esa película ya la vimos, ya conocemos cómo acaba y nos merecemos otro final.
Ante esa perspectiva está el INAH y sus arqueólogos, como el director de la zona, Marco Antonio Santos Ramírez. Ellos siguen arando en el mar, como Bolívar, haciendo cosas imposibles para que esto no se consuma en un bocado final de promotores, hoteleros, cobradores de impuestos, mafias de ambulantes y turistas de barra libre.
El INAH en Yucatán propone lo único cuerdo: Chichén Viejo debe ser un modelo de visita cultural, a la que se acceda por mérito social, académico o comunitario y en la que el pago, cuando sea conveniente exigirlo, sea comparable al tesoro que se contempla. Esa perspectiva debe extenderse al Chichén Itzá que todos conocemos y vemos morir cada día.
Las ideas para salvar a Chichén Itzá abundan y cualquiera parece mejor que la realidad que hoy afrontamos. La pregunta es si tendremos el valor para hacerlo. Uno no puede dejar de pensar que para reactivar el turismo en la península la apuesta será más de lo mismo. Más turismo masivo, boletos de avión más baratos, llevar 10 mil turistas a donde antes se llevaban a 5 mil.

Da terror pensar que, en lugar de cambiar, vamos a empeorar: más paquetes con descuento, más suvenires de 50 centavos para erradicar las artesanías por completo, más autobuses, más bufetes, más noches “gratis”, más protector solar en el agua de los cenotes y que el mundo ruede.
En algún momento el mundo despertará de la pesadilla del COVID-19, ojalá lo que siga no sea peor que lo que dejamos atrás, justo antes de encerrarnos en la cuarentena. Que no nos esperen pesadillas de prisa por recuperar el negocio depredador perdido, por exprimir lo que queda del paisaje, la naturaleza y el patrimonio, todo para regresar a los indicadores de ingreso y utilidades de empresas, caciques y acaparadores rentistas.
En Chichén Itzá saber qué hacer será lo simple, hacerlo va a ser lo difícil; como son todas las jornadas para hacer lo correcto.

Agradecimientos
La Jornada Maya agradece al Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), todas las facilidades brindadas para la realización del trabajo periodístico que ponemos en manos de nuestros lectores, tanto en el medio impreso como en el digital. Gracias al Arqueólogo Marco Antonio Santos Ramírez y su equipo de trabajo en Chichén Itzá, especialmente a Filiberto Bello Colín y Marco Rivas Saucedo. Nuestro reconocimiento especial para Eduardo Calzada López, Director del Centro INAH-Yucatán, por el espacio que siempre da a este periódico. Estamos en deuda y con ustedes.
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